El revés del terremoto
Por Renato Andrade Cominges
La Nueva Escuela Lacaniana realizó una Conversación institucional acerca de los sucesos ocurridos en torno al terremoto del 15 de agosto, a la que asistieron miembros, asociados, alumnos y amigos de la sede. Esta es una reseña de los temas tratados en dicha reunión.
Una solvente universidad de Lima ha establecido por resolución (porque no se les preguntó) que todos sus docentes donarán una fracción de su sueldo para los damnificados, así como sus alumnos verán en sus próximas boletas un recargo de 10 soles para el mismo fin, todo un esfuerzo de solidaridad –sabemos- organizado por el departamento de IMAGEN de dicha institución: la dádiva del supuesto rico destinada al supuesto pobre bajo la ley del menor esfuerzo. Pretenden quedar bien ante la mirada del Otro, pero en realidad se ponen en evidencia, sólo sorprende que no se avergüencen. Es el mismo esfuerzo de solidaridad de las empresas, que con sus “iniciativas privadas” pelean por dejar su marca en esta situación. Es la solidaridad de Telefónica que, siendo la empresa que tal vez más ganó con la catástrofe –nunca se llamó tanto-, regala 3 minutos en la zona de desastre.
Las cámaras de televisión que colman Pisco, Chincha, Ica, son las mismas cámaras de Tarata. Esas cámaras no llegaron más al sur, tras el terremoto de Arequipa hace unos años, tampoco al friaje, que al final del año cobrará tantas muertes como el 15 de agosto. Tal como en Hollywood, el automatismo de una frase -luz, cámara, ¡acción!- moviliza a una serie de personajes, de jóvenes y adultos que se disponen a acudir a la zona afectada. Es así también tratándose del protagonista principal: llamado a la acción, actuación colindante con la manía presidencial, reacción inmediata a la que no hay quien le oponga una pregunta, un tiempo para comprender.
Se trata de tomar asiento y pensar. El terremoto del 70, que cobró más vidas, no generó tanta solidaridad. ¿Por qué?, ¿acaso somos mejores? O será que en aquellos años en cada cuadra, en cada barrio o pueblo existía una estructura simbólica, un tejido social capaz de responder y regular el desborde pulsional amenazante. Lazo social carcomido por la época de una política económica que tras el regocijo en el fantasma de la solidaridad tampoco nos pondremos a repensar. La supuesta solidaridad de las empresas no basta para suplir lo que se revela: la ausencia de lazos de identificación, lo que da lugar al pillaje y a la competencia por arrancarse unos a otros los bienes donados, aun a costa de su destrucción. Y cuando efectivamente los hay, cuando un tejido social se organiza desde su historia legítima, los hechos son oscurecidos por la presencia de quienes se quisieran protagonistas de una historia que, sin embargo, fácilmente los olvida.
A veces los terremotos contribuyen a la gobernabilidad, pero no hay peor pobreza que la pobreza subjetiva, que reducir el deseo de los sujetos a la necesidad. ¿No nos llegan acaso testimonios de que algunos pueblos han respondido de mejor modo a los daños del terremoto? ¿Qué se conserva en esos pueblos que ya no conservamos en las ciudades? Lazo social también –por qué no decirlo- hecho a un lado por el gobierno, cuando, vasallo de la demanda, no le dio tiempo ni oportunidad de constituirse –líderes comunales, asociaciones del vaso de leche, clubes de madres, etc.
No se trata de promover la inacción, nada de eso, pero la acción no es para todos; la acción es para los bomberos, para la policía, para los rescatistas. Así como tampoco es para todos la medicación -que en estos estados puede empujar al sujeto a lo peor- o la palabra, que como reviviscencia de un hecho traumático genera estrago. Es lo que la clínica de la psicosis les enseñó a los analistas. En último término no hay relación entre lo social y el síntoma, el síntoma es del orden de la singularidad. No existe la entidad clínica “víctima de catástrofe”, y así como los terremotos sepultan personas, la posición de víctima sepulta al sujeto.
Entonces, se hace conveniente introducir una temporalidad de otro orden, la prontitud no nos convoca a todos, y en lugar de acercarnos ya sabiendo qué hacer o decir, por qué no hacerlo para escuchar, tampoco a todos, sino al que quiera decir algo.
Y sobre la solidaridad, ¿cómo pensarla? Después del terremoto, en principio, siempre se trata de lo que nos pasó a nosotros. Cada quien ha dado cuenta de ello a su modo. Un terremoto nos muestra lo fútil de nuestra existencia, lo evanescente de nuestras prioridades. También sirve para hacer cuentas, para hacer listas: a quién llamo, quién no me llamó.
A veces la catástrofe sirve para apuntalar al yo, y con la solidaridad le doy sentido a mi vida, total, siempre que se habla del otro es para no hablar de uno. Pero quizá lo que mejor muestra la solidaridad en su exceso es precisamente lo que vela: la época de un lazo social cada vez más frágil; la respuesta unificadora encubre que estamos más solos de lo que suponemos. Habrá que detenerse entonces en este empuje a quedar “dentro o fuera” de la comunidad solidarizada: no es más que el velo momentáneo de los estragos reales a los que la exacerbación del individualismo nos conduce. ¿Desde qué lugar y para qué quiere cada cual introducirse allí? Es la cuestión que cada uno debería responder antes de entregarse a la acción por la acción. Está ese tipo al que le preguntan ¿por qué ayudas?, y él responde: porque me pudo pasar a mí. “¿Dónde me encontrará el próximo terremoto?” parece ser la pregunta con todo lo que tiene de equívoca, y en el tiempo de lo real incierto sólo parece haber una convicción: “solo”.
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