Editorial

El presente número de LBC tiene como objetivo central presentar el combate que especialmente en Francia han emprendido los psicoanalistas lacanianos –acompañados de psicoterapeutas de diversas canteras pero también de un conjunto de destacados intelectuales y artistas– para impedir la reglamentación que los Estados pretenden ejercer sobre los tratamientos psi en general. Por un lado, el incremento de la precariedad simbólica y de la incertidumbre social y económica hace ineludible el tratamiento del malestar psíquico de los ciudadanos; por otro, el capitalismo, siempre el mejor preparado para obtener ganancias de los males creados por él mismo, se ha adaptado velozmente a esta circunstancia que la ideología cientificista propicia –distinta de la investigación científica propiamente dicha– y ha favorecido la expansión de la industria farmacológica bajo la promesa de la felicidad. Hoy contamos con pócimas para todos los males, tal como antaño, solo que esta vez se obliga a los pacientes a ingerirlos, incluidos los niños mismos, bajo pena de ser expulsados del colegio o de ser retirados de la custodia paterna, como sucede ya en los Estados Unidos y Canadá.

En estas circunstancias, para tomar un término acuñado por Jacques-Alain Miller, los Estados quisieran entrenar a “tecno-terapeutas”, psicólogos cognitivos capacitados para ceñir a los sujetos a los mandatos del entorno y vigilar la ingesta de medicamentos prescriptos por psiquiatras cada vez menos capacitados para diagnosticar.

Estrictamente hablando, un diagnóstico es un juicio lógico que implica un discernimiento, el mismo que ha de considerar un conjunto de criterios inherentes a las características particulares del sujeto, para concluir apropiadamente acerca de la dirección a tomar en el tratamiento; todo lo cual implica la asunción de una responsabilidad. Pero, en la actualidad, la tarea del diagnóstico es depositada en manuales psiquiátricos construidos sobre la base de correlaciones estadísticas que suprimen cualquier hipótesis explicativa o causal y se atienen a descripciones fenoménicas de la sintomatología que facilitan la prescripción medicamentosa. Por lo tanto, el profesional que se pliega a ello ha cedido su responsabilidad clínica al manual, su saber a la estadística y su ejercicio a la industria farmacológica. De este modo, ya no hay lugar para la reflexión ni para la escucha despojada de prejuicios mediante la cual un sujeto puede, eventualmente, encontrar la cifra del destino que lo aqueja y responsabilizarse, a su vez, por la causa de sus males hasta donde le conciernen solo a él mismo.

No estamos ajenos a las amenazas que se ciernen sobre Europa, y por eso es necesario que entablemos también aquí, en nuestro medio, una conversación esclarecedora respecto del modo en que concebimos el malestar psíquico, y respetuosa del dolor que entraña la existencia, de la dignidad del sujeto y de los principios éticos que debieran orientar el tratamiento.

En enero de este año, tuve la oportunidad de participar en un coloquio sobre las relaciones entre la psicobiología y el psicoanálisis en el que se me pidió que comentara dos exposiciones a cargo de un reconocido neurólogo y un destacado psicoanalista. El doctor en neurología nos dijo que se proponía abordar la cuestión de “qué es el hombre”, proyecto bastante ambicioso, por cierto.

Para comenzar, además, consideró pertinente preguntarse primero “qué es la vida”. Imposible detallar aquí su exposición, pero podemos resumirla en una sola palabra: información. Así, por ejemplo, la vida fue definida como “información que circula dentro de las células, dentro de los tejidos; etc.” y la particularidad humana consistía en que “el hombre es el único ser vivo que logra codificar su información”. Por supuesto, el hombre tiene conocimientos –es decir, “información acerca de aquello que no es observable”–, sentimientos y motivaciones (“una suerte de habla interior que codifica”) de naturaleza social, como por ejemplo, una muy importante nos dijo el expositor, la del dinero. En este marco, la cura consiste en una especie de educación en la que la moral no puede estar ausente. De modo que educación consistiría en el contrapeso casi natural de la falta o deficiencia de información. Ningún juicio crítico, aquí, acerca del poder de la palabra, su diferencia respecto a la sugestión, menos todavía respecto a la naturaleza del síntoma psíquico y su irreductibilidad a los mandatos morales. Tampoco encontramos elaboración alguna acerca de lo que es educar ni su relación con el deseo de domesticar.

Acto seguido, intervino el psicoanalista, quien explicó al público diversos conceptos freudianos. En principio, nos encontrábamos en otro nivel de intercambio y discusión. No obstante, cuál no sería nuestra sorpresa cuando escuchamos a nuestro colega finalizar su exposición afirmando la necesidad de incorporar a la clínica psicoanalítica el sustento neurológico al que el primer expositor había aludido. Incluso añadió que, para alcanzar una precisión diagnóstica, la nueva tecnología médica era indispensable. Efectivamente, cuando hay daño neurológico esta tecnología puede ser de gran ayuda pero, aun suponiendo que esta pudiera diagnosticar una histeria (¿cómo lo haría, además, si esta clasificación ha sido eliminada de los manuales?) ¿de qué manera se distinguiría, por ejemplo, una homosexualidad histérica de otra? ¿o una locura histérica de una psicosis ordinaria? ¿volveremos a las viejas discusiones sobre la herencia genética? Y todas estas interrogaciones son temas ineludibles para trazar un diagnóstico y orientar un tratamiento.

Sin duda, las neurociencias han alcanzado un desarrollo notable, pero lo que se difunde en los diarios sobre ellas son banalidades que pocos científicos serios tomarían en cuenta. Cuestiones como que el amor específico por alguien pueda residir en un conjunto de neuronas o que un asesino pueda ser identificado mediante imágenes tomadas del cerebro, no solo son absurdas sino que no alcanzan a explicar por qué algunos hombres matan a sus congéneres y otros no, siendo que todos han deseado eliminar a su prójimo alguna vez. Peor aún, es raro que trabajos como estos redunden en algún tipo de tratamiento que no sea el de la manipulación química.

La posmodernidad es la cultura de la novedad y del deshecho. Visto de este modo, el objeto que es el referente singular del sujeto tiende a desmaterializarse. La exacerbación de la satisfacción que promueve el capitalismo tardío reduce el objeto de la satisfacción de un sujeto particular –el objeto único que, en principio, permite el surgimiento del sujeto psíquico en singular y que Lacan llamó “objeto a” u objeto plus de goce–, a no ser, casi, otra cosa que lo nuevo como tal.

La importancia que se le otorga actualmente a la información no deja de tener profundas consecuencias en la vida de los sujetos. Este fue precisamente el eje de la intervención de P. La Sagna en el VI Congreso de la Asociación Mundial de Psicoanálisis que tuvo lugar en abril de este año en Buenos Aires. Según este psicoanalista francés, la preponderancia creciente de la información inmaterial aunada a la economía de la información, permiten caracterizar el momento actual como el del surgimiento del “capitalismo cognitivo”. El sujeto capturado por esta red se encuentra a merced del saber informático, un saber de huellas que da lugar a la pérdida de la objetalidad y a la desubstancialización del objeto: cae el objeto y con él, el sujeto mismo. Nos aproximamos, pues, a la desmaterialización del sujeto producida por la hipermaterialización de la máquina, a la unión del cuerpo con la máquina a través de la red, a la gran “cerebralidad” en un discurso sin palabras. Ha cambiado así la relación del sujeto con su cuerpo, a lo que hay que sumar el uso de la bioquímica para producir “afectos fabricados” en lugar de afectos legibles. La imagen será entonces, si no lo es ya, el soporte de experiencias de goce fabricadas, de manera que será cada vez más difícil captar el goce mortificante a partir de un objeto fantasmático inherente al sujeto. Como las rutinas tienden a desaparecer, el exceso se hace cada vez más difícil de objetivar; el plus de goce de un sujeto en singular, más difícil de ubicar: ¿qué quiere él? ¿quién es él?

Sucede que a medida que el mercado suprime las objeciones y los obstáculos se complica la diferenciación entre sujeto y objeto. El gran movimiento de la desmaterialización confunde real y semblante. Este sujeto confundido es, finalmente, el fruto del capitalismo cognitivo.

Fue un verdadero placer escuchar esta intervención que nos permite pensar algo respecto de la desorientación de los sujetos contemporáneos, así como sobre las dificultades que encontramos en la clínica que practicamos. El saber que se renueva produce una alegría diferente de la que resulta de la exigencia de novedad.

Por último, como dijo Freud, recordemos que cuando se empieza cediendo en las palabras, se acaba cediendo en los hechos.

La directora

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