Editorial
Desde que las ideas de Lacan han empezado a resonar en la ciudad, es casi un lugar común pensar a los lacanianos como un ghetto. Con su reducido número, su reticencia frente a otros planteamientos psicoanalíticos y su idioma peculiar, que apela a galicismos y neologismos, no es extraño que se los conciba marcados por una suerte de endogamia. Si a esto se le suma la percepción de la enseñanza de Jacques Lacan como una criptografía indescifrable, tenemos como resultado la crítica desinformada, el prejuicio infundado, la cita equivocada, la charlatanería o, en el mejor de los casos, la ignorancia.
Sin embargo, aquel etcétera no es ilimitado. Las fronteras del discurso lacaniano son aquellas de la clínica. Es sólo ella quien lo autoriza a desplegar su dicho y es siempre ella quien le señala los límites. El psicoanálisis no es una ciencia social ni pretende serlo, no posee una respuesta a todo suceso ni pretende poseerla. Su interés fundamental es por la palabra del sujeto que sufre, por la enunciación de su síntoma. Es a esta revelación a la que apunta su análisis social. Fuera de ello el psicoanálisis delira.
Así, la intención de
El editor
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