El estrés postraumático o el trauma para todos
Por Marita Hamann
Hay catástrofes colectivas y catástrofes individuales, urgencias sociales y urgencias subjetivas. La urgencia exige una solución, la que sea pertinente según el caso. Pero no siempre quien ha sufrido una pérdida es de antemano alguien traumatizado. Un período de duelo se requiere siempre. Pero cuando el estado de pánico, la angustia o la depresión son agobiantes y se prolongan, el evento exterior no basta para explicar dichos síntomas.
El trauma psíquico se produce porque el sujeto se ha encontrado sorpresivamente ante un hecho que contradice un dicho fundamental en su vida, ante un imposible de absolver según su propio modo de interpretar el mundo. Sea con angustia o mediante la certeza de que algo extraño ha ocurrido –cuestión que conviene diferenciar en cada caso– el sujeto traumatizado ha quedado a merced del Otro, carente de un discurso que le permita situarse como sujeto frente al mundo. Por el contrario, a menudo se vive a sí mismo como un objeto desechado. Es este mal encuentro, enteramente singular, sobre el que habría que indagar en cada caso. La irrupción desordenada de lo imaginario –la despersonalización, el sentimiento de estrago–, revela la emergencia de un real inasimilable y la pérdida de las coordenadas simbólicas, que se manifiesta en el aislamiento y la incertidumbre radical.
Nada de esto encaja en la categoría de estrés postraumático. La noción de estrés, tan en boga actualmente, proviene del discurso de la biología y remite a los trastornos que la tensión produce sobre un organismo vivo. Su extrapolación al psiquismo estandariza al trastorno y hace creer en la posibilidad de prescribir un tratamiento válido para todos. Las neurociencias buscan determinar cuál es la sustancia química que lo desencadenaría mientras que la psicoterapia presume que la palabra es liberadora por sí misma y que podría evitar incluso su aparición. En todos los casos, el tratamiento estándar busca devolver al sujeto al estadio anterior, aun a costa de silenciar la elaboración psíquica, como ocurre cuando se prescriben psicofármacos indiscriminadamente. Se olvida que ello no solo es un imposible sino que tampoco es deseable, y que la asunción de aquello que ha sido traumático es indispensable para que el sujeto pueda incorporar a su historia lo sucedido y extraer las consecuencias subjetivas que le conciernan.
Las brigadas psicológicas que acuden al lugar de la catástrofe no siempre tienen en cuenta que forzar a hablar podría propiciar un indeseable resquebrajamiento de las defensas, ni que la búsqueda insistente de la causa favorece la emergencia de la culpabilidad del sobreviviente. Por el contrario, se trata de no confrontar al sujeto demasiado rápido con lo imposible de asimilar, de ofrecerle un tiempo para comprender, en miras al restablecimiento de los modos de elaboración culturales y subjetivos y al reencuentro con los lazos grupales que le permitan una identificación estabilizadora. Ello implica una cierta inacción por parte del psicoterapeuta o del analista inmediatamente después de ocurrida la catástrofe, sin olvidar la pregunta esencial: ¿qué es lo que ha pasado, según cada sujeto?, de manera que este logre resignificar lo ocurrido y encuentre un camino nuevo para reintegrarse a la vida por la vía del deseo: que descubra que alguien espera algo de él.
Como reseña G. Belaga[1], las guerras han sido la fuente principal de investigación sobre el tema. Durante la Guerra de Secesión norteamericana el síndrome era concebido como un problema moral o de debilidad de carácter, por lo cual se lo identificó con el padecimiento por nostalgia y con el síndrome de “corazón irritable”, debido al dolor en el pecho, el vértigo y las palpitaciones que lo acompañaban. Fueron los rusos quienes reconocieron su existencia y lo llamaron entonces neurosis de combate, determinando en consecuencia que los psiquiatras acompañen a los soldados en el frente y decidan el tratamiento a seguir en cada caso. En cambio, los alemanes pretendieron solucionar el problema apelando a choques eléctricos y a la sugestión autoritaria, a lo que Freud se opuso durante la Primera Guerra. Como se sabe, Freud dedicó varios trabajos al estudio de las neurosis traumáticas y a la emergencia del trauma, noción capital en la teoría psicoanalítica.
Los ingleses, durante la Segunda Guerra, lograron la recuperación de los excombatientes mediante la creación del “pequeño grupo”. Bion, un psicoanalista inglés, fue el promotor de este tratamiento, que Lacan elogió. Se trataba de que los integrantes de pequeños grupos homogéneos, puestos a trabajar en una tarea específica, desarrollen un proceso de identificación horizontal por medio del cual cada uno logre percatarse de aquello que, siéndole propio, interfiere para alcanzar la tarea. La idea es que el grupo funcione como ente que acoge, regula y trata las dificultades, favoreciéndose los lazos de solidaridad. No se trata de reprochar al que sufre por sus fallas o de acatar el mandato del “todos iguales”, sino de buscar soluciones prácticas a cada problema.
Otras veces, ante un evento traumático, un grupo social o familiar se compacta para evitar el encuentro con la pérdida. Aquí, el objetivo será desanudar al sujeto sin deshacer al grupo, según una expresión del psicoanalista francés Guy Briole.
Por su parte, los campos de concentración nazis mostraron la existencia del así llamado síndrome de culpabilidad del sobreviviente. Como señala Lacan, la culpa vela aquí la vergüenza de reconocerse, de manera insoportable, como perteneciente a la misma condición humana que el más egoísta y criminal, olvidando que –al decir de Freud– soportar la vida es y será siempre el deber primero de todos los vivientes.
Fue después de la guerra de Vietnam que se acuñó la categoría de estrés postraumático. Debido a las características de esta guerra, los soldados que regresaban del frente eran rechazados y, muchas veces, abandonados a su suerte. Fueron los antibelicistas los que lucharon por que el Estado norteamericano reconozca el sufrimiento al que había conducido a sus soldados. El objetivo era poner el énfasis en la guerra como factor traumático y no en la debilidad psíquica de los soldados. De esta manera, los soldados lograron ser exculpados y aparecer como víctimas que merecían tratamiento y pensión. Se consigue suprimir así el factor idiosincrásico y exonerar a los combatientes de responsabilidad. La sociedad norteamericana, entre tanto, se reconcilió con los soldados.
Queda entonces transformada la noción de trauma psíquico privilegiándose la ocurrencia de un hecho externo como la causa, en desmedro del impacto subjetivo singular y cultural.
En la época contemporánea, la incidencia del diagnóstico se ha extendido sensiblemente debido al incremento de la inseguridad social. Así, el miedo se ha convertido en un factor político eficaz que organiza y disciplina a las sociedades. Paradójicamente, fruto de la extensión del discurso científico, el mundo toma la forma de un programa de computación en el que todo puede y debe ser previsto, de modo que cualquier contingencia que revele lo imposible de programar es identificada automáticamente con el trauma. Por ello, se supone de antemano que cualquiera que sobrevive a una catástrofe es una “víctima”, alguien que ya está traumatizado y que requiere de atención inmediata antes de que sucumba.
Ciertamente, la vida en las ciudades modernas no ha dejado de asociarse, de un modo u otro, a la inminencia del peligro. Así, un tal Beard, psiquiatra norteamericano, propuso a mediados del siglo pasado la existencia de una “neurastenia traumática” que, según él, era el producto del clima seco, cargado de electricidad de los EEUU, aunado a la vida agitada de sus habitantes. En otro lado del mundo, los sindicalistas ferroviarios alemanes exigían al Estado una indemnización por el sufrimiento laboral que padecían debido al hecho de que trabajaban en un lugar frecuentado por los suicidas (se producía un suicidio cada cinco minutos). Es lo que sucede cuando se suprimen la causalidad psíquica, histórica y social. El sujeto “víctima” queda exonerado de toda implicación subjetiva; reducido a la pasividad, parece no tener más recurso que el reclamo de reconocimiento y compensación. Tratándose especialmente de las patologías civiles, esta concepción esconde la impotencia de un colectivo para leer el acontecimiento.
Cuando el trauma psíquico se reduce a un fundamento biológico, ahistórico y transcultural, se desconoce que el lazo es ante todo social y sexual, en provecho de los mitos biológicos a los que subrepticiamente se apela para repensar la sociedad. Tal como refiere G. Belaga, los sujetos son tratados entonces como seres sin enigma, palabra, memoria o historia.
[1] G. Belaga (2005): “Ciencia, política y clínica del trauma”. En: La Urgencia generalizada 2 (2005); Grama Ediciones, Buenos Aires. Este artículo, y otros que componen este libro, constituye la fuente principal de las ideas a las que hemos apelado para elaborar el breve ensayo que presentamos.
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