Freud, la mujer y la relación entre los sexos.
Por Yovana Pérez
Tres ensayos, reunidos con el nombre de “Aportaciones a la vida erótica”, nos dejó Freud como legado a la Psicología del Amor. Texto del que se puede inferir el pesimismo del autor pues nos conduce fácilmente a la idea de una lógica que condena, más que a la convergencia y a la proporción, a una serie de clivajes y desencuentros radicales entre los sexos.
Lo curioso de este trabajo es que, si bien nos cuenta la mayor parte del tiempo una especie de drama del varón (sus dificultades edípicas, su tendencia a la impotencia sexual, a la infidelidad) la clave de la imposibilidad en materia amorosa la sitúa, a mi juicio, en el objeto femenino; la mujer, continente negro y eterna pregunta freudiana, aparece de manera más o menos velada como el escollo que impide la anhelada armonía y la equivalencia que se supone debe primar en la consagración amorosa.
En el primero ensayo Sobre un tipo especial de la elección de objeto en el hombre, comienza Freud hablando del caso particular, de cierto tipo de hombre cuya elección amorosa debe cumplir una o ambas de las siguientes condiciones. La primera es “el perjuicio del tercero”: la mujer elegida tiene que pertenecerle obligatoriamente a otro hombre, marido, novio o amante; en la segunda, la Dirnenhaftbarkeit o “la condición de la prostituta”, la atención del hombre recae siempre sobre, desde una mujer comprometida pero asequible al flirt, hasta la cocota abiertamente entregada a la promiscuidad.
Es la madre deseada en la infancia quien comanda estas elecciones. En tanto mujer unida legítimamente a otro, confiscada por el padre -ese tercero a quien hay que perjudicar-, configura la primera condición; en tanto deseante, al participar del comercio sexual con el padre, configura la segunda. Se asimila por ello al rango de mujer de mala reputación y, entonces, el objeto de la futura elección erótica debe poseer este rasgo de liviandad que ha sido disociado de la figura materna.
Pero si despojamos este desciframiento edípico de su cualidad novelada vemos que lo que Freud introduce en realidad en este primer ensayo es la condición del Otro en la vida erótica: la mujer no aparece dada directamente, para ser reconocida como tal debe pertenecerle al Otro, la figura de la madre como posesión del padre no es más que una manera más sencilla de decirlo. Ser la mujer del Otro implica ser aquella que ni el sujeto ni ninguno de sus semejantes posee. El otro hombre que aparece como su dueño no es una figura especular o un doble narcisista que inspira celos sino, básicamente, alguien que está encarnando el lugar simbólico e impersonal del propietario, de aquel que es asistido por el derecho y la legitimidad.
Y Freud dice más; si en la primera condición la mujer es del Otro, en la segunda es, potencialmente, de todos. Lo que revela un rasgo más profundo y fundamental: la mujer en tanto tal debe ser “no-toda” para el sujeto. Esto es lo que dice el padre cuando interviene desde el lugar de la ley: “Tu madre no será toda para ti”; y esto es lo que nos dice la Dirnenhaftbarkeit: “el goce de la mujer estará siempre en otro lugar”.
Y por encontrarla no-toda el hombre necesita escindir el objeto femenino. A esto apunta Freud en su segunda contribución Sobre la degradación general de la vida erótica. Acá ya no habla de un tipo masculino sino de una condición absoluta de la vida amorosa: la división inevitable del objeto mujer en dos valores opuestos: mujer exaltada y mujer degradada, producto de la divergencia que se da entre las corrientes de amor y de deseo, división que es dada por la estructura y que marca el sello inevitable de la infidelidad masculina. Sucede que la vertiente sensual no se adhiere al objeto amado porque así lo impone la barrera del incesto; esto es, la figura femenina idealizada en la que se satisface la demanda de amor no puede acoger el deseo sexual masculino pues en tanto encarnación de ese objeto primordial que fue la madre edípica, actualizaría las mociones incestuosas infantiles y por ende, la temida amenaza de castración. Para sortear este riesgo, el hombre necesita de una segunda silueta en la que su sensualidad pueda realizarse. Así, la mujer amada será valorada pero no deseada, y la mujer deseada será degradada (la mujer fácil o la prostituta) para evitar que evoque el objeto prohibido.
Si ante la mirada masculina la mujer está desdoblada, es porque se reproduce en lo externo el hecho de que ella está escindida (no-toda) en su interior. Si en el primer ensayo los sexos no se encuentran directamente porque a la mujer la introduce el Otro, ahora dicho encuentro tampoco se da porque cuando Freud introduce el juicio de valor, nos está diciendo que el hombre no se relaciona con la mujer en tanto otro sexo como tal sino con, al menos, dos valores del mismo; el rebajamiento y la sobreestimación permiten situar la escisión de la mujer, otorgarle una cierta significación a la misma, y vehiculizar la relación entre los géneros.
En la tercera de las contribuciones, El tabú de la virginidad, Freud da el paso radical en la presentación del estatuto de la mujer. Apela a la figura del “primitivo” para explicar algo que nos concierne de manera fundamental: si en muchas tribus al futuro esposo se le prohíbe expresamente efectuar la desfloración es porque el hombre debe resguardarse de un peligro, de un temor esencial relacionado con lo femenino. Freud nos presenta a la mujer desustancializada, disociada de la figura de la madre, de la puta, de la esposa y confirma así la existencia del tabú general de la mujer en tanto ella “es muy diferente al hombre, mostrándose siempre incomprensible, enigmática, singular, y por todo ello, enemiga”[1]. La mujer es ahora lo Otro, Otra para el hombre y, consecuentemente, para sí misma; esto es, lo realmente diferente, lo heterogéneo, lo no semejante.
Esto nos permite otra lectura de la condición “la mujer del Otro”. Lo que en la primera contribución se mostraba como un asunto de prohibición del Otro se nos revela ahora así: en tanto Otra, la mujer debe ser prohibida... al menos en el primer coito.
En este texto Freud introduce el complejo de castración y precisa que éste es el fundamento de la amenaza que la mujer representa. De lo que el hombre tiene que protegerse es de la furia envidiosa que ella puede desatar hacia él una vez que el primer coito actualiza la humillación de saberse carente de pene. Pero esta hostilidad de la mujer hacia el hombre nos muestra algo más sutil: el esposo nunca podrá satisfacerla, en conclusión, el goce que ella obtiene del objeto masculino no es del bueno, es insuficiente; idea que Lacan redondea cuando nos habla de un Otro goce propiamente femenino que excede la sexualidad fálica.
Teniendo en cuenta todo lo anterior, la conocida frase de Lacan “la mujer no existe” se nos muestra ahora como la respuesta que Freud nunca nos dio de manera directa sobre el enigma femenino. Sin embargo, cuando muestra su carácter huidizo e indescifrable, siempre vinculado a una suerte de alteridad que la torna inaccesible e infiel desde la estructura de su goce, le da la mano a la definición lacaniana de la mujer como lo real que escapa al sentido.
En cuanto a los sexos, pesa sobre ellos la siguiente maldición freudiana: el hombre denigrará a la mujer y la mujer odiará al hombre.
[1] FREUD, Sigmund. El tabú de la virginidad. Obras completas volumen 1. Ed. Biblioteca nueva Madrid 1948, pág. 969.
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