Hoy Andy Warhol o el volumen de lo plano

por Marcos Mondoñedo

“Puede fotografiar, pero sin flash”, advirtió el guardián de turno. Mi amiga no iba a ponerle flash a su toma y le sonrió divertida. Posando frente a las serigrafías de Andy Warhol –que se expusieron en el Centro Cultural de la Universidad Católica, durante los meses de julio y agosto—, y por causa de esta advertencia, me llegó como un fulgor el sentido de la muestra: una tensión entre la intencional ausencia de profundidad en los cuadros y el tratamiento solemne, protector de los “originales”, que es inherente a la mayoría de las muestras retrospectivas. Se trataba, pues, de una tensión entre lo plano y lo profundo. Esta comprensión, sin embargo, no atenuaba cierta desazón que me acompañaba y que, como luego verifiqué, se había suscitado también en algunos amigos.

La muestra contenía portadas de revistas, películas y serigrafías. Algunas de estas y las portadas contenían rostros de personajes famosos de la cultura popular y de la “alta cultura” que, no obstante, son ya íconos populares. Dentro de todos los retratos es destacable la presencia de la famosa serie de Marilyn Monroe, casi una traducción figurativa del nombre Andy Warhol.

La técnica empleada en la mayoría de las obras presentadas es la serigrafía. Ella consiste en filtrar los colores a través de una trama de seda, mientras que se recubren las partes que no se deben impregnar. El resultado es una superposición de segmentos de color cuya composición entrega una imagen que no esconde el procedimiento con el que fue constituida. Esta técnica dificulta la ilusión figurativa del volumen que, en todo caso, es una interpretación cooperativa del observador.

En consecuencia, el carácter bidimensional del resultado contrasta significativamente con el “relieve” de los famosos personajes representados. Esto se confirma por el hecho de que tanto Freud como Superman, tanto Kafka como Howdy Doody, son motivo del trabajo figurativo del artista. En otras palabras, toda trascendencia queda completamente “aplanada”.

No obstante, la retrospectiva como género de instalación, implica paradójicamente atribuir un relieve o trascendencia al recorrido del artista exhibido. Y si algo parece saltar a la vista en el trabajo de Warhol es precisamente la desmitificación de la alta cultura y de sus figuras representativas. Esta característica, sin embargo, no implica una actitud desacralizadora grave y solemne, sino simplemente una trivialización, una especie de cínico ninguneo. Por tanto, la tensión entre lo plano y lo profundo de la muestra puede ser interpretada como una especie de burla de Warhol hacia su propia instalación.

Como sostiene Andreas Huyssen en Después de la gran división[1], lo que vuelve antimodernista al arte posmoderno es “la pérdida de la ironía, la reflexividad y la duda acerca de sí misma; su alegre abandono de la conciencia crítica, su fastuosa autosuficiencia y la mise en scène de su convicción de que debe existir para el arte un reino de la pureza” (310). En el caso de las obras expuestas, esto se observa en la utilización sin controversias de su técnica. A diferencia del cuestionamiento de los medios de expresión en las experimentaciones vanguardistas, la técnica en este artista –y en todos los artistas posmodernos— es asumida sin problemas. No obstante, la asunción de los personajes de la cultura popular (Mickey Mouse, la bruja mala del oeste, etc;) podría hacernos pensar en algún tipo de cuestionamiento. Pero, también con Huyssen, deberíamos en todo caso plantearnos, antes bien, un proceso de democratización en el que la fantasía popular irrumpe en el arte moderno ya canónico.

Sin embargo, cabe bosquejarse el siguiente problema: ¿el procedimiento de elección temática de las serigrafías de Warhol intenta elevar a la dignidad canónica de lo artístico la cultura de masas o es el arte el que termina siendo cuestionado con esta irrupción? Esta es otra tensión, pero de carácter más general, que se configura en la obra artística posterior a la vanguardia. Dicha alternativa muestra la valoración que puede hacerse del arte posmoderno: en el primer caso, se lo ridiculiza –se trataría de un vano intento de generalización del aura de lo artístico—; en el segundo, se lo concibe como conteniendo un potencial crítico. Lo interesante es que una frase de Warhol, adherida sobre una pared de la galería, responde a dicha tensión de la siguiente manera: “Si quieren encontrar algo más profundo de mí, no lo encontrarán, no hay nada; yo estoy en la superficie de mis cuadros”. Y es que las dos valoraciones que se plantean en la mencionada tensión intentan transitar hacia una dimensión de profundidad que Warhol propone como inexistente. Su intervención en la cultura es, desde su punto de vista, puramente significante.

Desde una perspectiva psicoanalítica, habría entonces que explicar que esa operación del puro significante está correlacionada, no con un Otro estable y universal, no con un garante de sentido para todos, sino con la ausencia de ese Gran Otro. Si no existe, si no hay un universal unificado que articule significantes y, en tal sentido, permita o restrinja su inclusión dentro de una totalidad de sentido, no es posible, en consecuencia, delimitar por ejemplo lo artístico de lo no artístico, lo privado de lo público, lo superficial de lo profundo. Por ello, en la obra de Warhol pueden convivir y sucederse las imágenes de un león, de un travesti afroamericano, de una lata de sopa, la suya propia, sin que esto nada signifique sino que, al contrario, implique una lógica metonímica de la pura deriva significante.

Pero habría que dar un paso más. Como sostiene Eric Laurent en El Otro que no existe[2] y sus comités de ética, conviven dos caras en el estado actual de la civilización: “La cara positiva es la diversidad, el no enrolamiento, el encanto del uno por uno, y el reverso más terrible es que no permite saber cómo situarse ante el Otro y su llamado a un siempre más, un aún” (148). Debe inmediatamente aclararse que aquí “Otro” no es ya la Cultura universal, el garante unificador del sentido, sino su revés, el Otro en su dimensión de goce. Con esto no se quiere decir simplemente deleite, sino que “goce” designa una simultaneidad de placer y dolor. Entonces, ante la caída de los ideales y de los muros, el Otro que persiste es aquel que impone su goce como una preceptiva inevitable que nos encarrila en la urgencia de su cumplimento. Pongamos de ejemplo el mercado, que proyecta infinidad de productos de consumo y los renueva con una velocidad creciente y de caducidad vertiginosa. Como obvio correlato, al consumidor se le exige la compra constante de lo nuevo. Este imperativo es imposible de satisfacer; pero, al no haber nada con qué hacerle frente (puesto que, por ejemplo, toda norma moral ha sido relativizada o suspendida), lo que deviene es el colapso subjetivo. Y esto es el goce: el placer del consumo y el displacer de la frustración ante su “siempre más”.

Finalmente, la exposición de Warhol nos permitió ver, precisamente en su superficialidad significante, algo inherente a nuestra civilización. Y aquella desazón de la que hablara cobra aquí su desconcertante sentido: la muestra nos permitió experimentar, de una manera depurada y más allá de una mera comprensión, algo que no es sencillo de asumir: la pérdida del sentido.


[1] Huyssen, Andreas. Después de la gran división. Modernismo, cultura de masas, posmodernismo. Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2002.

[2] Miller. Jacques-Alain. El Otro que no existe y sus comités de ética, /con colaboración de Eric Laurent – 1ª. ed. Buenos Aires, Paidós, 2005.

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