La depresión no existe

Por Marita Hamann

Aunque no lo parezca, depresión no hay una sino muchas. Así, Depresiones, en plural, es el título que E. Vascheto ha elegido para nombrar el libro del cual es autor y compilador y que reúne un conjunto de artículos elaborados por psicoanalistas, médicos y psiquiatras, los mismos que se distribuyen en tres secciones: Clínica, Política, Ética[1].

Tal como señala en una entrevista, la pluralización del término responde al hecho de que no es posible hablar de manera homogénea de la depresión. No se trata solo de que esta noción clínica no representa diagnóstico alguno -pues lo que así se designa acompaña a la histeria como a la obsesión, a la melancolía como a la esquizofrenia y, en cada caso, su estatuto es diferente- sino que este mismo concepto, a lo largo de la historia, ha abarcado sentidos y manifestaciones que han sido modificadas, subdivididas, trasladadas a otra nosografía, etc. Precisamente, la sección Política de este libro se dedica a mostrar los sentidos diversos que el mismo ha cobrado en los siglos pasados y en éste.

No obstante ello, “depresión” es un significante eficaz en el plano social por ser uno de los nombres privilegiados del malestar contemporáneo, capaz de forjar narrativas sobre la vida y las variaciones del humor, el mismo que oscila en una bipolaridad promovida por la época: el sujeto se mueve entre la depresión y la manía, el exceso de fatiga y el exceso de actividad.

Las condiciones culturales no son aquí nada desdeñables, como señala E. Vascheto, citando el estudio que efectuara la etnopsicóloga Catherine Lutz entre los habitantes de la isla de Ifaluk, donde no existe este padecimiento, mientras que, paradójicamente, el término felicidad es considerado por ellos como amoral y hasta inmoral, es decir, de un modo casi exactamente opuesto a la exigencia occidental de felicidad.

Entre nosotros, en cambio, la depresión es una suerte de epidemia. Se la entiende, además, como un disfuncionamiento que hay que eliminar por improductivo, siendo que, hasta no hace mucho, la significación que se le otorgaba iba, por el contrario, en el sentido de la profundidad, con lo cual la tristeza adquiría un aire de dignidad y se emparentaba, inclusive, con la capacidad creativa. Un asunto de creencia, por cierto, pero que da cuenta de la intolerancia a la tristeza que caracteriza los tiempos que corren.

Pero si “depresión” tiene la virtud de implicar de manera potente algo que ocurre en nuestros días, no se trata entonces de un término que haya que rechazar sino de uno que hay que analizar. Tal como señala G. García en la entrevista que sostiene con E. Vascheto al final de este libro, atañe a la cuestión ética y política el modo en que tratamos la relación entre el significante y el significado, que es justamente lo que hace al psicoanalista diferente del psicólogo cognitivo. Mientras que para éste el lenguaje es unívoco, nosotros decimos “dame cualquier palabra que te la divido en dos”, lo que demuestra la equivocidad del lenguaje y permite, por ejemplo, distinguir una clínica de la pérdida de una clínica del vacío, una del sujeto que está inserto en el lenguaje y una del sujeto sobrepasado por lo que el lenguaje no captura. Qué es posible discernir de la depresión por la que un sujeto en particular acude a la consulta, partiendo de sus propios dichos, ése es el uso político del término.

En otro momento, G. García comenta que puede rastrearse el razonamiento teológico del término melancolía para distinguirla del proceso normal del duelo frente a una pérdida. Así, Santo Tomás de Aquino refería que el sujeto de la tristeza, el melancólico, atacaba a Dios en la medida en que rechazaba su lugar en la Creación, es decir que sus reproches se dirigían, en verdad, a Otro antes que a sí mismo. De manera análoga, Freud indica que el melancólico, en realidad, acusa no ya a Dios en este caso, sino al objeto que ha introyectado por no admitir su pérdida.

Actualmente, sin embargo, el término depresión responde más bien a una biologización del afecto, de allí el neologismo del que hace uso uno de los artículos de este libro: “el medicamiento”, que impide al sujeto emerger de la maraña de discursos que lo abruman (G. Stiglitz). El psicoanálisis, que no se opone al medicamento, lo cuestiona cuando de aplastar al sujeto se trata en pos de la exigencia de rendimiento o de la búsqueda de la vida sin sufrimientos merced al consumo de sustancias tóxicas legales. De la condición de humano no es posible curarse, como dice J. A. Miller. Ciertamente, aquel que ha cedido en el deber de seguirle el rastro a aquello que lo enlaza con la vida en su fuero más íntimo, es decir, el que ha cedido en la vía del deseo gobernado por la homeostasis, el Ideal o el goce siempre fugaz, no puede dejar de sentir los efectos de este retroceso sobre su propio cuerpo. Desde este ángulo, depresión es, o bien el efecto de la cobardía moral, o bien el resultado del hundimiento del sujeto por el peso del superyó y, entonces, el caldo de cultivo de la pulsión de muerte.

Estas son, pues, algunas de las cuestiones que se abordan en las sección del libro concerniente a la Ética. Pero, sin duda, la sección Clínica, que se inicia con el texto de E. Vaschetto antes citado, es de lo más interesante, variada y rigurosa.

La clínica en general, y en particular la psiquiatría, padecen una dilución generalizada de los conceptos debido al uso indiscriminado de antidepresivos, cuya prescripción, apoyada en la estadística, ha diluido la fineza del diagnóstico elidiendo así el juicio del clínico, quien, de consentir en ello, delega su responsabilidad al laboratorio en el que ha depositado su confianza. Surge así una psicoterapia sin Otro que induce una dinámica seudolibidinal en la que el tratarse no se distingue del drogarse: “bájeme éste, súbame aquél, no duermo, como mucho, me aceleré, ajústeme el remedio”. Muchas veces, el sujeto queda sumido en una indiferencia narcótica que le impide discernir lo que lo orientaría en la vida y responsabilizarse por la falta en ser que resuena en su cuerpo.

A su vez, la fatiga crónica es fruto del esforzado pero inútil intento de identificarse con aquello que el Otro pide. El sujeto queda suspendido de la demanda del Otro, en busca de un reconocimiento que nunca será suficiente, sin lograr autentificarse frente al Otro y sin que un sentido nuevo pueda advenir. Paralizado ante el enigma que el deseo del Otro suscita -¿qué (me) quiere?-, el sujeto se deprime para no angustiarse, cuando no oscila entre la depresión y la angustia sin conseguir romper el círculo infernal.

En la histeria, la depresión responde a la destitución de la identificación imaginaria al falo, mientras que en la neurosis obsesiva la depresión mide la distancia con el acto que ha sido coartado y que habría debido tener lugar. De allí el sentimiento de desazón.

En ambos casos, la renuncia al objeto amoroso juega un importante papel, como es el caso del obsesivo, quien disfraza con el desprecio el verdadero objeto de su pasión.

A su turno, el sujeto aburrido padece de una tristeza que no reconoce como suya. El aburrimiento es “el afecto del deseo de Otra cosa”, dice J. Lacan.

Cuando el sujeto se percata de su propio papel en la depresión por la que se queja, cuando puede localizar un goce que remite a la posibilidad de una elección ignorada y percibir en consecuencia la carga narcisista en juego, como señala E. Berenguer, los efectos terapéuticos, resultado de esta rectificación subjetiva, son inmediatos. El “deprimido crónico”, agrega, es por definición alguien que no reconoce la responsabilidad por su deseo y por su goce, al punto de haber olvidado aquello que un día deseó. Recordarlo, en el análisis, puede tener efectos radicales. Es la oportunidad de encontrar una solución que ponga en juego los verdaderos recursos con los que el sujeto cuenta, no los del Ideal.

Por último, el tercer artículo que compone esta imprescindible sección clínica, realiza un complejo recorrido por la psiquiatría y el psicoanálisis para abordar el cuadro clínico de la psicosis maniaco depresiva. Como sostiene F. Sauvagnat, conviene distinguir entre la pérdida del objeto que se consuma en el duelo de la pérdida de la suplencia que da lugar a la melancolía, donde un duelo no termina de efectuarse producto de la traición al objeto de la suplencia, por haber renunciado a él, con el consecuente delirio de indignidad.

Por otra parte, el sufrimiento del duelo responde al hecho de que ignoramos qué objeto hemos perdido en el lugar de aquel que partió. Es el tiempo en que se nos devuelve esa falta que creíamos encarnar para el otro, pensábamos ser aquello que le faltaba y, por el duelo, caemos en la cuenta que frente a la falta que suponíamos hacerle al otro, éramos nosotros quienes estábamos en falta.

Depresiones, en plural, es pues la palabra justa para designar el malestar que nuestra época generaliza.

[1] E. Vaschetto et al (2006): Depresiones y psicoanálisis. Insuficiencia, cobardía moral, fatiga, aburrimiento, dolor de existir. Grama ediciones; Buenos Aires.

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