Cómo es el final de un análisis

Por Marita Hamann
Psicoanalista. Miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis A.M.P.
y de la NEL – Lima


Mauricio Tarrab , psicoanalista miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) y de la Escuela de Orientación Lacaniana (EOl) de Argentina, presentará en las próximas Jornadas de la NEL el testimonio de su propia experiencia de análisis, sostenida hasta arribar a su término.
En octubre, tendremos la ocasión de escuchar una nueva elaboración de esta experiencia, de la que conversará con Guy Trobas, otro de nuestros invitados.


Desde Freud, es un requisito indispensable para la formación del analista que él mismo se haya sometido a la experiencia del análisis, la que deberá permitirle sostener para otro, a su vez, lo esencial de la escucha analítica. Nos referimos a la atención flotante que, en el analista, es la contraparte de la asociación libre del analizante. Atención flotante que acoge los dichos de quien se analiza sin anteponer prejuicio ni propósito predeterminado. Se desenvuelve así la trama del destino que lo inconsciente ha venido tejiendo para el único sujeto que cuenta en la experiencia: el analizante.

J. Lacan, también sostuvo que los psicoanalistas deben reclutarse a partir de su propia experiencia analítica, con el añadido de que el practicante no puede contentarse con haberla realizado por un tiempo preestablecido sino que, si del rigor ético se trata, debe continuarla hasta alcanzar la satisfacción de darla por concluida, cualquiera fuese el tiempo que tome, ya que para Lacan, a diferencia de Freud, sí es posible alcanzar un final de análisis, uno que, además, puede ser demostrado y transmitido a la comunidad.

A la experiencia en la que un analista se somete a un jurado, llamado Cartel del pase, para ofrecer las pruebas de por qué considera que está en condiciones de dar por terminado su análisis, Lacan la ha llamado, simplemente, Pase. Se trata de hacer pasar, ante otros colegas, un testimonio que, por su formalización, logra convencer al jurado de que, efectivamente, una rectificación del modo de goce pulsional ha tenido lugar en el sujeto, de manera tal que es posible decir que aquí hay un analista. El Pase es el testimonio del franqueamiento de los impases y consiste en la logificación de un saber sobre la función del síntoma que, al mimo tiempo que muestra la singularidad de su invención, apunta a su transmisión, es decir, al universal en el que se inscribiría (si lo hubiese).

Un síntoma está hecho siempre de una serie de contingencias, pero se trata de saber aislarlas en la experiencia para transmitir ese real imprevisto y sin ley del que resulta. De este modo, el testimonio no refiere a una experiencia continua y progresiva sino, por el contrario, a una discontinua y de ruptura.

Por otra parte, el trabajo realizado en los Carteles del pase ha permitido a las Escuelas lacanianas el replanteamiento y la renovación de los más diversos aspectos de la práctica clínica, tales como el valor del síntoma, el destino de la transferencia analítica y las relaciones posibles con el saber, el deseo y el goce.

Un ejemplo de lo dicho es el testimonio de Mauricio Tarrab respecto a lo que fuera para él la experiencia del análisis, el modo en que lo dio por concluido y las razones con las que fundamentó su decisión, a lo que se añade el saldo de saber que extrajo de esta experiencia. Su testimonio esclarece lo real en juego detrás de las escenas fantasmáticas que pueden aislarse en la cura; y muestra que en la vida de un sujeto hay eventos contingentes que dan su fundamento último a los síntomas que se padecen. Al mismo tiempo, demuestra que habrá que esperar, durante la cura misma, a que ese real pueda ser circunscripto; lo que surgirá, a su vez, de un modo imprevisto. Es decir que para que lo nuevo arribe, hace falta disponerse a la contingencia de su advenimiento durante el tiempo necesario.

Mauricio Tarrab presentó su testimonio a la comunidad analítica hace dos años, en 2006. Desde entonces, como es habitual en estos casos, ha ofrecido varias elaboraciones al respecto. Me limitaré a comentar, hasta donde sea posible en este espacio, lo que fuera su primera declaración.

Según su testimonio, Tarrab había emprendido un análisis en su juventud que, si bien había tenido efectos terapéuticos, no le había dejado un saldo de saber sobre la modalidad inconsciente del goce y los semblantes que de allí se desprendían (los modos de hacer con el propio ser). Años después, emprendería un análisis definitivo, llevado por la angustia que padecía entonces frente al temor de morir joven de un ataque al corazón y dejar huérfana a su hija. Además, tenía la sensación de estar detenido en su vida profesional y padecía de feroces contracturas que lo inmovilizaban. Pronto, el análisis le permitió situar el origen del síntoma: había padecido, a los 5 años, de una fobia muy intensa, motivo por el cual la madre lo llevó donde un psicólogo que atendía en una clínica especializada en la rehabilitación de niños que sufrían de parálisis infantil, ni más ni menos. De esta experiencia le había quedado la idea de que él podría padecer de una enfermedad invalidante y, a partir de ella, había producido, además, una suerte de interpretación inconciente del deseo materno: su madre lo quería enfermo.

Por otra parte, y no sin cierta consonancia con lo anterior, cuidar del otro era el Ideal que lo orientaba, hecho que le había permitido hacerse de un lugar en la vida profesional. El mismo rasgo marcaba también el lazo amoroso. Se despliega, así, en la cura lo que él llama “el cuento altruista”: ese niño, al que cuidaba con esmero en el otro, no era sino él mismo. He aquí el Ideal en el que se había sostenido en su práctica clínica y en su vida: él era huérfano de padre, tanto como la hija a la que él, como padre, temía dejar huérfana. Este fantasma guardaba estrecha relación con el vínculo mantenido con el padre muerto, hecho que será despejado más adelante.

Es así que la angustia recrudeció y afloró un recuerdo. Siendo muy niño, jugaba con otros niños debajo de una escalera que se asemejaba a un túnel oscuro. Algún suceso sexual debió haber ocurrido aunque no llegaba a recordarlo. Algo se vio, se escuchó, se tocó. El niño salió disparado escaleras arriba y, al llegar, sufrió un desmayo. La madre dijo que fue “un soplo al corazón”. “La palabra de su madre penetró”, interpretó el analista.

He aquí, pues, una vertiente significante del temor de caer muerto de un ataque al corazón, que demuestra de qué modo el significante dejó su marca en el cuerpo y produjo el goce pulsional . La sanción materna quedó ligada de este modo a la excitación sexual (la escena debajo de la escalera) y a la amenaza de muerte. La palabra materna introdujo un sentimiento de vulnerabilidad que fue sobrecompensado a lo largo de la vida por una serie de síntomas obsesivos relacionados con el sentido fijo que podía cobrar cualquier exceso, esfuerzo o excitación. Se observa aquí también la fuente del empuje inconsciente que pugna por ocupar el lugar del objeto que se supone ser para el Otro materno y la angustia concomitante que lo advierte: el niño enfermo del corazón, según una interpretación del deseo inconsciente de la madre.

Por si fuera poco, su madre afrancesaba su nombre, de modo que Mauricio se convertía en Morís, equívoco que no escapaba a uno de sus amigos quien, como gracia, le repetía: “morís, morís”, palabra que resuena de un modo particular en un argentino.

Luego, a partir de un sueño en el que le muestra al analista el resultado de unos análisis médicos que se ha hecho, el analista murmura, a propósito del supuesto diagnóstico: “No...Es…Suyo”. La interpretación del deseo mortificante del Otro aísla el sentimiento de fatalidad que lo acompañaba: si bien el soplo no era suyo, sí lo había sido la lectura de ese deseo en el Otro a partir de sus dichos y de su nombre.

El alivio fue notorio, comenta Mauricio Tarrab. Pero, si bien se había caído la identificación al huérfano, aún se gozaba en la orfandad. Se le formula entonces la cuestión acerca de cómo debería terminar el análisis: qué explicación sobre el síntoma, en términos de saber, podía obtener del analista; cuándo y de qué manera habría de constatar que el análisis había terminado. Transcurrieron entonces dos años más hasta que se lo preguntó directamente al analista, quien le respondió lo siguiente: “Tendremos que esperar el acontecimiento imprevisto”.

Mauricio Tarrab salió de la sesión “con una sensación de desilusión y, al mismo tiempo, de comprensión benevolente hacia el analista”. Con el tiempo, se hace cargo de que no podrá venir del analista la clave que valga para resolver con seguridad el enigma del ser que él es. Todo lo contrario, habrá que esperar algo de la contingencia, y no del saber. El analista lo empujaba, de este modo, a la destitución del Sujeto supuesto saber que sostenía la transferencia-, pues la certeza no podría venir del Otro. Es así que tendrá que ser el sujeto mismo quien la encuentre y quien, gracias a ello, se autorice a sí mismo, y también con el consentimiento de su analista a finalizar su análisis y someterse, si así lo quiere, a dar las pruebas de ello ante el jurado que constituye el Cartel del pase.

Tiempo después, al salir de una sesión, compró un libro de caligrafía china, cuyo nombre en francés, algo que en ese momento ignoraba, era: ¡Y el soplo devino signo! Al descubrir la traducción surgió repentinamente un recuerdo. El padre, que había padecido de una enfermedad pulmonar grave cuando niño, debía inflar con su soplido la cámara de una pelota de fútbol para ensanchar la capacidad pulmonar. El propio analizante , cuando niño, solía recostarse al lado de su padre e intentaba seguir su respiración, acompasar la suya a la de él, verificando, en cada pausa, que el padre todavía respiraba. Se trataba de un padre que, ya en la adultez, se derrumbó en algún momento y se abocó a la autotortura. Sostener a este padre que cae, siempre a punto del derrumbe total, salvarlo de la castración y soportar su goce necio, daba cuenta de la posición subjetiva mantenida hasta entonces por el analizante: ser el soplo del otro, incluso hasta el cansancio y hallarse, sin embargo, siempre al borde del derrumbe. Este había sido su modo de hacer con las palabras de la madre. El primer soplo inscrito en el cuerpo por la lengua materna (soplo al corazón) fue tratado por lo inconsciente valiéndose del equívoco de la lengua, merced a la operación del Nombre del Padre, como siendo aquello que respondería acerca del valor fálico que se tiene para el Otro. Así, pues, ser soplo y aliento del Otro delineaba la identificación con la que se esperaba colmar el ser.

Por otro lado, el “cuento altruista” muestra ahora su reverso pulsional; ser el soplo que le falta al Otro indica la posición de goce del sujeto: no se trataba tanto de evitar que el otro, -otro cualquiera esta vez, el semejante, el paciente, la mujer; etc.-, se derrumbara, sino que se requería de su sufrimiento, de su falta, para que el aliento que él pudiera ofrecerle se le hiciera necesario. Así también se aseguraba de retenerlo según el sentido gozado con que el ser hacía cuerpo. Sobrevino entonces el horror de reconocerse en esa posición gozadora en todos los ámbitos de la vida, incluso en el lazo amoroso: “Retener a la mujer bajo los mismos términos era su manera de rechazar la heterogeneidad radical del Otro sexo, según una lógica fantasmática que lo reduce a no ser sino el objeto que le conviene”. “Era la manera en que se formulaba para mí el rechazo de lo femenino”, agrega. El horror de reconocerse allí, vuelve repugnante lo que hasta entonces había sido la miel de la fantasía inconsciente, un hallazgo que permite vaciar ese goce, rectificarlo.

Ahora, se permite no hablar todo el tiempo para llenar los silencios, así como no comprender necesariamente lo que el otro dice. Esto se toma como un modo de evitar comprender demasiado rápido y, en consecuencia, engañarse creyendo que se ha entendido. Es la ganancia obtenida de abandonar la posición en que se alienta al Otro. Es, asimismo, una manera de permitir que las palabras resuenen como si se las escuchara por primera vez, como si fueran extrañas, de manera que algo nuevo pueda ocurrir.

Es en estas circunstancias que culmina su análisis. No obstante, algún tiempo después volvió a acontecer un sueño de angustia. Esta vez se trataba de un ahogo que le sobrevino mientras dormía. “¡¿Es que esto no va a terminar nunca?!”, se dice. Se dirigió entonces, otra vez, furioso, al analista. Sin embargo, la evidencia se fue abriendo paso frente a la indignación, pues también a él le podía faltar el aire; el aire puede faltarle a cualquiera.

“Aire” es aquí lo que está en el lugar del objeto perdido, del goce que puede no haber, un nombre para indicar que la fórmula sexual, cierta y definitiva, no existe. Lo que queda, dice, es el reverso de la trama: “un intervalo en la respiración, una pausa, un silencio, una inspiración. Un no precipitarse a llenar el agujero del Otro. Eso deja abierta una nueva relación con la contingencia (…) [Ahora puedo dejar] un poco en paz a quienes amo, ya que no tienen mi aliento encima y es evidente que pueden vivir muy bien sin eso, lo que me alivia la vida. Y me deja un poco más desprendido del Otro, de los otros…” En otro momento, M. Tarrab cita una frase del seminario 16 de J. Lacan: “haz un anillo de ese hueco (…) no hay prójimo sino ese vacío que hay en ti”.

Finalmente, como se ha podido observar, en el Pase no se trata tanto de la biografía ni de las anécdotas de la vida familiar sino del síntoma a través del cual un sujeto ha respondido a la imposibilidad de alcanzar todo sobre el goce, así como de los objetos con que ha pretendido suplirla. Es en torno a él que se trabaja desde que la entrada en análisis se produce. Es así que lo que insiste se construye en cada vuelta de la repetición; su motor es un real cuya insensatez deviene patente. El final no puede predecirse, y es por eso que tiene lugar la oportunidad de la sorpresa y la ocasión de inventar una solución nueva para tratar al goce irreductible, además de la satisfacción que proporciona el saber obtenido. Asimismo, el Pase se constituye como la posibilidad de pasar del anonimato del goce neurótico al hallazgo del nombre propio, nombre del acontecimiento mediante el que advino una modalidad de goce pulsional, nombre del modo de hacer con aquello que no se sabe. En este caso, fue el soplo lo que hizo signo.

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